L tacha la primera palabra de lo que escribe mientras no deja de comer patatas fritas. Es el primer domingo de noviembre y la temperatura no sube de 0. Hablaré de mí en tercera persona, advierte sin frenar el paso del bic que tiene entre los dedos. La comisura de los labios guarda restos de mayonesa, pero no le importa. Está sola porque quiere. Piensa que podría ser peor. Estar sola sin querer. Todavía puede elegir. Y en un acto reflejo se lame los dedos con la lengua. Piensa que la lechuga sobra. Parejas con bebés. Parejas de amigos. Parejas de novios. El 1 es el número perfecto. Hoy es 1. Hay un chico con pelo largo, chaqueta motera y de unos 27 años que no para de dar vueltas en torno a las mesas. L acaba las patatas. Y no sabe a dónde ir. Podría irse a casa y escribir un post sobre el amor a las ciudades. Pero prefiere quedarse sentada en ese centro comercial, lugar común entre urbes, y acabarse el refresco. Sabe que es peor poeta que persona. No es difícil darse cuenta de que hace meses que no escribe un verso. Sus cuadernos se pueblan de descripciones a medias, oraciones inconexas sobre el hambre y los desiertos -que siempre son el mismo-. Notas escritas sin luz ni asombro que la conducen a un punto no retornable. Da vueltas sobre sí misma. Sobre su mierda. Siente que se descuelga del vuelo, que vive a la intemperie, que sangra y se hace cada vez más débil. Finge con astucia la caída. Se encierra y toma aliento. Desde que volvió de M, lo sabe, ya no ha vuelto a ser la misma. Piensa en el desierto y la muerte. Los desiertos, como los enfermos, son objetos, aunque vivos, al borde de todo, en proceso de consumación.
L está al borde del invierno. Aquí no hay sexo. Ni amuletos. Ni perros románticos. Ni viciosos. No hay amantes. Ni desiertos. Los cementerios, como los desiertos, son tiempo, intangibles, infinitos, al borde de la vida, en proceso de defunción. Acaba de verlo de nuevo. El chico que da vueltas en torno a las mesas busca restos de comida. Traga lo que otros dejan. No hay amantes ni desierto. Ni siquiera poemas. Podría pedirse un helado o volver a casa y publicar estas notas con alguna foto de ella misma para que cuatro, cinco, a lo sumo, diez extraños la lean. Y así saberse observada mientras se convence de que está sola porque quiere. Piensa en R raras veces. Cuando el recuerdo logra atravesar los muros de su autocontrol. Ella se psicoanaliza constantemente. Lo convierte en un juego. Piensa en R cuando se hace de noche, porque la noche lo permite. Permanece dentro de ella varios días hasta que algo extraordinario sucede y vuelve a prescindir de él. Piensa en su sexo. En su marcado abdomen. En los versos del cuaderno que le leía mientras ella, desnuda y tumbada sobre su cama, se acariciaba los muslos. No sabe lo que quiere. Quizás huir al desierto. Salvarse. O comprar zapatos. Sigue teniendo hambre como el chico que da vueltas en torno a las mesas. Él, vigilante de patatas fritas y ensaladas sin aliño. Ella deja de escribir. Se va. Piensa en que de camino a casa en el 193 puede que se le ocurra la manera de entenderse. O de olvidarlo. Porque duda o no sabe / sigue buscando. ¿Y a qué, por quién / las preguntas? / La vida se disipa.
6 comentarios:
Zurich
te vas?
conozco esa tristeza y esas calles en la memoria.
L u l ú
o l a lá
la l u l ú
l u e g o j a l á
La "L" es algo intertextual...
¿peor poeta que persona?
NO sólo sobrara la lechuga, créeme.
Necesito una tertulia ya!
en cuanto tenga I en casa actualizo... ay... tanto que escribir...
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