No me gustaría escribir otro relato de esos cuyos autores repasan su propia vida a la luz de una situación límite, como si la perspectiva del fin de alguien cercano nos hiciera ver la escasa importancia de todo lo demás. No me gustaría usar el viaje a Porto Alegre, las charlas que tuve con mi padre después de darle la noticia de la enfermedad, mientras lo acompañaba a hacerse los exámenes complementarios, y pasaba las tardes con él y compartía mesa con él, y me encargaba de que no pasara mucho tiempo solo, en las dos semanas que estuve en Porto Alegre volvimos a convivir como si yo tuviera otra vez catorce años y estuviéramos en la playa, delante de la barbacoa, y él volviera a preguntarme qué era de mi vida, y yo volviera a confiar en él de un modo natural, y le describiera el ultimátum de mi tercera mujer, el alcohol y las peleas y las discusiones, mi secreto más íntimo, lo que era capaz de sentir ante mi padre, a causa de él, las cosas y lugares y personas que morían en el preciso instante en que yo descubría que aún era capaz de hacer eso, la última conversación importante que tuvimos antes de que la evolución de la enfermedad convirtiera esa clase de confesiones en algo inútil.
Diario de la caída, Michel Laub
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