Yo soy ella. Pero vivo aquí. Aunque
una vez, a los 23 años, viví en el D.F. A la Ciudad de México llegué cuando
Aura ya había desaparecido de este mundo, pero su nombre seguía siendo el
título de una extraña y breve novela de Carlos Fuentes. Conocí a una Aura que
no era ella, pero que también escribía. Podría haberme encontrado con Francisco
Goldman en un café de la calle Ámsterdam en la Colonia Condesa. Había un café
muy europeo donde ponían el mejor mocha de todo México. No recuerdo su nombre. Sí
recuerdo el olor de aquel café que nada tenía que ver con el café que me tomaba
en la colonia donde vivía. La colonia Buenavista, cerca del Estadio Azteca. Tan
cerca que, los domingos cuando había partido, podía ver desde aquella azotea
vieja cómo llegaban los espectadores con sus caras pintadas. A aquel café
llegué gracias a Gustavo, el poeta chaparrito, uno de mis mejores amigos
mexicanos que conocí gracias a que me inscribí en un taller de creación
literaria que él impartía y llevaba por nombre El lenguaje de la posibilidad. Pero no he venido aquí a contarles
de mi vida en el D.F. Decía que me hubiera gustado conocer a Frank. Que sin
saber cómo nos hubiéramos mirado en aquel café o en cualquier otro o, quizás,
quién sabe, por la calle. Y él me hubiera hablado de ella. Del libro que estaba
escribiendo sobre sus vidas. De Aura.
Los
ajolotes son una especie de salamandra que nunca abandona su estado de larva,
algo así como renacuajos que nunca se convierten en ranas. Solían abundar en
los lagos que rodeaban la antigua Ciudad de México y eran uno de los platillos
favoritos de los aztecas. Hasta hace poco, se decía que los ajolotes aún vivían
en los salobres canales de Xochimilco pero se trata de una especie en vías de
extinción.
Me hablas de Nueva York. De la
Butler Library en la que nunca he estado y quiero estar allí. Porque la vida no
es. La vida no está aquí. La vida es en otra parte donde yo no estoy. Yo sí
quiero llegar a saber lo que es ser vieja. Vieja y arrugada con mis libros
viejos y gastados de tanto leer. Yo no quiero morir joven. No. No quiero morir
tragada por una ola del Pacífico como ella. Podría no
haber nada más allá de las aguas, a merced de las dunas, podríamos estar en
cualquier parte del mundo, describiendo en hojas de papel mojado cómo cambian
los cielos nocturnos, pero elegimos borrarnos en el paraíso.
Quizá
el vestido sólo requería estar en el entorno adecuado, ese paisaje cercano al
desierto, en el pueblo y santuario católico de Atotonilco, entre la vieja
iglesia de una misión, los cactus, los matorrales y el oasis de tierras verdes de
una hacienda restaurada que habíamos alquilado para celebrar la boda, bajo la
inmensidad del cielo mexicano, azul intenso y luego amarillo grisáceo que los
turbulentos rebaños de nubes recorrían de un extremo a otro […] Ese vestido de
novia era una delicada reliquia. Por las noches, recortado contra la ilusión de
profundidad que da el espejo y el brillo de las velas y las lámparas, rodeado
por el marco barroco como si fuera una corona de oro, el vestido parecía
flotar.
Nuestras voces se interrogan y
dicen: estos son los precipicios de la vida. Los ojos de la madre viéndola
morir. Las palabras de Francisco resucitándola. Las palabras que no quedaron
disueltas en el agua. Están aquí. Reviviéndola.
¿Dónde pierde él a su hija?,
¿dónde la recupera?
La culpa que uno evade, hasta
que no la puede evadir, hasta que la encuentra, o te encuentra.
¿Cuál es la gran metáfora de
la culpa? (¿El lodo?) ¿Qué es la culpa?
Y la muchacha de los ajolotes.
La muchacha del pelo negro y la sonrisa eterna vuelve a escalar desde la
sombra. Y llega a mí. Y juntas descubrimos la muerte del pájaro profeta.
Mi infancia gastada en la bolsa
sin fondo de mi madre […] Este lugar está acabando conmigo. La sombra de mi
madre. Aura, ese maldito libro, una historia y sus coincidencias. Vine a hacer
realidad la ficción. O soy una ficción. Un tormento de mi madre. No puedo ser
yo. Quizá ahí viene la idea recurrente de la muerte. Única forma de afirmarme,
de reconocerme, de ser individuo, de cometer un acto completamente voluntario.
Mi infancia nunca fue un
agujero negro. No. Mi infancia fue una historia, tras otra historia. Una historia
de cenizas y silencio. O la voz del pájaro profeta que anunciaba el comienzo de
la vida.
No
existe una ciudad en la que las noches sean más largas, más excesivas y más
absurdas que en el D.F.
He soñado con un muerto que
decía adiós
La
muerte no asoma
La
muerte viene y se los lleva
La
muerte estaba presente en cada día que pasaba en México. La muerte y la vida.
Los peligros de una ciudad desconocida e infinita por la que apenas podía
caminar sola sin perderme o correr riesgos. La Ciudad de México es la Ciudad de
la Muerte más viva que conozco. La ciudad de escombros. La ciudad de los
poetas. La ciudad de la Santa Muerte.
Saqui me contó que salió caminando de su hotel en
la avenida Reforma la noche en que llegó a la Ciudad de México, dos noches
después del terremoto, y que el aire estaba cargado de niebla tóxica, cemento
pulverizado y humo acre, que en uno de los carriles cerrados al tráfico, cuando
estaba cruzando la avenida, vio una niña muerta, tendida en el asfalto, una
pequeña en sudadera, vaqueros y zapatillas, que parecía rebozada en pan
rallado.
Qué triste haber perdido toda
oportunidad de conocerte. De leer tu novela en curso Memorias de una estudiante de posgrado. De visitar librerías juntas
y hablar de cumplir los 27 años y no tener un libro publicado. Y decirnos una a
la otra qué fracasadas somos. Qué ingenuos aquellos sueños de infancia donde llegaríamos
con la escritura más lejos que con nuestros zapatos nuevos. Y siempre la misma
duda entre ser académica e investigar o pasar las horas escribiendo sin saber
hacia dónde.
Todos
los días son una ruina fantasmal. Todos los días son la ruina del día ruinoso
que se anunciaba. Cada segundo que pasa en el reloj, todo lo que hago o veo o
pienso, todo eso, se compone de cenizas y fragmentos calcinados, son las ruinas
del futuro. La vida que íbamos a tener, el bebé que íbamos a tener, los años
que íbamos a pasar juntos, como si esa vida ya hubiera ocurrido hace miles de
años, en una ciudad secreta, perdida en lo profundo de la selva, en ruinas y
cubierta de vegetación, cuyos habitantes se han extinguido, que no ha sido
descubierta y cuya historia no ha sido contada por ningún ser humano que
viviera fuera de sus límites, una ciudad perdida con un hombre perdido, que
sólo yo recuerdo.
Estas palabras son como
pájaros. La voz de tres pájaros que cantan al unísono una canción de amor y de
esperanza. Una canción triste de un futuro que se escapa a través de la grieta.
Estas son las señales que precederán al fin del mundo.
Di
su nombre.
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