4 de marzo de 2010

Una mañana como ésta



C. nunca pensó que mirar a M. mientras dormía fuera algo que la hiciera más frágil. Palabras como frío o ven se convierten de madrugada en un idioma secreto entre los amantes. A camino entre el sueño y lo tangible, M. sujeta a C. en sus cálidos brazos y azarosamente -e invadido por alguna extraña materia onírica- deja salir de su boca el aliento impávido de los sonámbulos. No es la primera noche que duermen en la misma cama. Ya vinieron otras veces donde, llevados por las corrientes de aire y las bajas temperaturas del Norte, acoplaron sus tiernos cuerpos con el objetivo de buscar un refugio nocturno. Hay otras noches en las que duermen en camas distintas. Cada uno en la suya. Uno en el centro y otro en las afueras de la ciudad. Es, entonces, cuando la ausencia los obliga a enviarse mensajes telepáticos que atraviesan el hielo: ¿Qué tal te ha ido el día? ¿Me has echado de menos? ¿Y las clases? Si estuviera ahí a estas horas estaríamos dándonos los besos de buenas noches. Y los pensamientos que no se dicen. Porque la telepatía tiene la indispensable cualidad de modularse.

Ahora C. está sola. Sentada en un sillón de Ikea con el portátil sobre las piernas. M. acaba de salir por la puerta. Casi ha tenido que empujarle. Llegaba tarde y no quería dejarla con la garganta herida en ese silencioso sótano. C., esta vez, se ve arrastrada a escribir por una voluntad desconocida. Ella, desde que tiene memoria, siempre quiso ser escritora. El, también. Ellos creen que su amor está más allá de las convenciones y no porque las noches que pasan juntos se devoren como los amantes de Wilcock. No. C. y M. son capaces de separarse más de 60 centímetros. Son fuertes, incluso, para separarse días enteros sin remordimiento. Ambos tienen absurdas teorías sobre la autosuficiencia y la libertad sin llegar a saber del todo que ahora son dos pájaros de vuelo simétrico. Dos pájaros con posicionamientos estéticos distintos. Después de todo, se habían conocido por casualidad en una ciudad extranjera llegando, de repente, a encontrarse uno frente al otro, ajenos y raramente atraídos por la palabra. Así es como surgen los extraños paraísos.


C. ama a los hombres honestos, sinceros, sensibles, creativos e inteligentes. M., a las mujeres que no mienten, que le hacen reír, las interesantes, creativas e inteligentes. Ambos quieren lo mismo. Escribir. Amar. Compartir. C. sigue sacudiendo las teclas pero ahora lleva puesto el pijama de M. Ella nunca pensó que haría ese tipo de cosas que hacen las parejas convencionales: darse la mano por la calle, besuquearse en las eternas escaleras del metro, meterse mano en lugares públicos bastante transitados, ponerse el pijama del otro para impregnarse la piel con su olor. Al mismo tiempo, C. se da cuenta de que ese tipo de detalles de parejas convencionales la hacen tremendamente feliz. Y no le importa que los miren en el metro mientras se besan durante todo el trayecto. No le importa cocinar para M., dejarle sus toallas, pedirle que se quede otra noche más. Pero si hay algo que C. nunca creyó que haría es darle la razón a M. Darle la razón porque la lleva, claro, y reparar en que él la conoce mejor de lo que ella cree y es capaz de hacerla enfrentarse consigo misma. Ese pequeño detalle es algo que al principio desconcertaba a C. Ésta estaba acostumbrada a ser la segura, la dura, la fuerte en todas sus anteriores relaciones, a que no hubiera duda de que ella, por encima de todas las cosas, tenía muy claro quién era y qué quería; y, con esas cualidades y todo su empeño, se encargaba de ayudar al otro, al chico de turno, a buscarse a sí mismo. Una vez terminada la tarea de apoyo emocional, sexual y espiritual, C. abandonaba la relación en busca y captura de una nueva presa herida a la que salvar. Pero ya ha dejado de alterarla, ahora disfruta con ello. Es cierto que, en ocasiones, es capaz de hacerla adquirir la más soberbia y arrogante de las actitudes, pero paciente y comedida, vuelve al redil para valorar los juicios de M. Sólo si éste lleva la razón, porque si C. cree que no la lleva, pueden discutir durante horas sin que medie la tregua verbal, ni física. A base de ofensas y mordiscos son capaces de, una de dos: argumentar su postura y rebatir la del otro hasta que caiga la noche o darlo por perdido puesto que, de iguales –y diferentes- que son, están condenados a compartir vuelo. La mayoría de las veces la literatura es la culpable de tanta disputa. Qué ingenuos.

M. nunca es capaz de callarse a tiempo. Acostumbrado él a llevar la voz cantante en la mayoría de las conversaciones, porque cuánta gente es capaz de mantener una conversación interesante y vehemente y, lo que es más complicado, con cierta coherencia. Eso y el humor son dos objetivos que M. persigue desde que se levanta hasta que se acuesta. Lucha diariamente por no ser indeciso, ni inseguro, ni desordenado, ni cobarde. M. quiere ser optimista, inteligente, divertido, ese tipo de chico que sin dejar de ser buena persona consigue atraer al mayor número de mujeres posibles a través de su humor irónico y su sinceridad. En el fondo, C. sabe que M. vendería su alma al diablo por ser un seductor nato con la seguridad de Marco Antonio. M. tiene cierto pánico encubierto hacia el conflicto, y no disimula demasiado, al menos ante los ojos de C., su necesidad de distanciarse de sí mismo, restarse importancia para hacer los problemas más pequeños. C. nunca creyó que esa fuera manera alguna de enfrentarse al mundo. Ella siempre va de cara, impulsiva y sin prudencia se tira a la vida sin paracaídas. Pero si hay algo que C. no es, algo que nunca será, es ser una persona inmune. Ella es alguien de extremos. Radical y trágica. M. es un personaje cómico que intenta escapar del mañana para no sentirse fracasado. C. y M. se aman profundamente a pesar de desconocer la profundidad del abismo.

4 comentarios:

Vladimir García Morales dijo...

Qué ternura, qué inteligencia y qué grandes son C. y M. Viva!

Carmen G. de la Cueva dijo...

poeta!

F. dijo...

C. se revinventa como nadie. Quizá gracias a M., quizá sola. No sabría decirte.

Lo que sí se es que F. anhela la mano de C. durante el cambio. Su abrazo, su consejo. F. desea ser la estela de C. a veces, o al menos incluirla en la suya.


F. echa de menos a C.

Carmen G. de la Cueva dijo...

¿A qué espera F. para escribir a C.? No veremos en mayo, no lo dudes. Yo también te echo de menos.