Desde hace algún tiempo vuelven a perserguirme las pesadillas nocturnas. Ya no sueño con casas, sueño con palabras. En mis sueños hablo una lengua desaforada e indómita, una lengua con doble fondo, cuyas palabras se portan como el payaso de la caja sorpresa o como "la higa en el bolsillo". Suelo pronunciar monólogos que reflejan mi humor variable, desgrano las palabras, hablo mucho y dolorosamente, paso las hojas de un libro de reclamaciones interminable. A menudo me despierta del sueño mi propio aullido, parecido al de un perro. En el sueño pueblo con palabras el espacio a mi alrededor. Las palabras aumentan, me envuelven como lianas, brotan como helechos, crecen como la pasiflora, se abren como los nenúfares, me cubren como orquídeas salvajes. La lujuriosa selva de palabras me corta la respiración. Por la mañana, agotada por la pesadilla, me pregunto si debería interpretar esa exuberancia léxica nocturna como un castigo o como un perdón.
El Ministerio del Dolor, Dubravka Ugresic
Este es uno de esos libros que al azar ojeas en un librería de una ciudad que no es la tuya. Aquel día no pudiste comprarlo porque ya habías gastado el poco dinero que llevabas en otros libros, entonces, más importantes. Pero sus primeras páginas -aquella mujer croata golpeándose la cabeza contra el cristal de una parada de autobús- te persiguen. Llegas a tu casa y lo buscas en bibliotecas. No está. Lo buscas en librerías. Descatalogado. Y El Ministerio del Dolor continúa clavado en ti. Hasta que un buen día, en otra ciudad que tampoco es la tuya, visitando una inmensa biblioteca, otro, que no eres tú, lo encuentra por ti, lo rescata de entre los escombros y te lo entrega como ofrenda.
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