La señora V no se planteaba si podía vivir. Ella quería hacerlo. Pero durante un tiempo de su vida eligió la pena. Y sus días críticos pasaban uno detrás de otro como páginas de un libro. Su tristeza se dilataba en el tiempo. Y mientras tanto ella esperaba a que pasase como quien espera la información sobre el curso de una enfermedad. En sus pensamientos más oscuros habitaba la idea de que cualquier cosa que existiera, tendería a la desaparición. Ella creía profundamente en que su desaparición era posible. Y se afanaba en ahuyentar la pena y ocasionar la vida. Pero no sabía cómo hacerlo.
Sufría los torpes intentos por mantener la habitación caldeada para no morir de frío aunque afuera el verdor de los parques diese lugar a una fulgurante primavera en el sur. Tenía miedo a los efectos del viento en sus ventanas (bien es cierto que en torno a las paredes de su piso soplaba un fuerte viento de levante). La señora V vivía en el piso número diecisiete de un alto bloque de edificios y siempre soplaba un temerario viento de levante.
Nunca hablaba de sus sufrimientos. Si querían saber de ella, solo tenían que oírla suspirar por las tardes cuando el intenso azul del cielo comenzaba a apagarse. Era entonces cuando ella quedaba a solas con su deseo y su pena. Con el deseo de vivir y la pena de creerse aniquilada por fuerzas invisibles que la estaban llevando a la locura. Una creencia completamente infundada según sus amigos más cercanos –a los que no dejaba penetrar en sus pensamientos- que la hacía querer alejarse de los balcones y los portales. No veía más que la luz que se filtraba a mediodía por las persianas de su habitación.
Temía su desaparición y a causa de la cruel demencia que se estaba apoderando de ella, veía moverse por el piso sombras imaginarias. Sombras a las que adjudicaba voz y llanto. Y ese llanto la atormentaba por las noches. Eso contaban los pocos amigos que le quedaban. Había en su cuerpo una gran tristeza. Y temores. Los ya mencionados temores a desparecer que la mantenían en un encierro voluntario. Todo el piso olía a insomnio y café. Un olor intenso que, en ocasiones, podría confundirse con el olor a moho de la muerte. La señora V esperaba y esperaba y luchaba contra esa espera por poder recuperarse. Pero nadie sabía a qué la estaba conduciendo. Porque aquella espera era el camino más inmediato hacia el sueño. Y no el sueño profundo y reconfortante del que uno se despierta como renacido. No. Sus noches en vela la estaban llevando a un sueño más parecido a la muerte. El sueño es la muerte. La muerte, desaparición. Y la señora V no dudaba de que su único fin posible fuera ése.
Su rostro lucía cada vez más apagado. Sus manos débiles no alcanzaban, ni siquiera, a prender la taza de café sobre la mesilla. Que el terror es la maldición del hombre por todos es sabido. Y su imagen era la imagen del terror mismo. Cada vez más frágil. Cada día más endeble ante los otros. Sus temores se estaban haciendo realidad: la señora V se acercaba a la desaparición. Y tenía miedo. Su cuerpo iba borrándose. Como si, verdaderamente, nunca hubiera existido. Sus pupilas dilatadas y tenues. Sus latidos, apocados…
Entonces llegó la muerte. Era muda y era sorda y estaba llena de remordimientos. Y llegó porque toda muerte tiene su momento.
La señora V desapareció cumpliéndose así su propio diagnóstico. Desapareció porque todo lo que existe tiende a desaparecer. Y nunca más se supo de los temores que, una vez en plena primavera, atormentaron a una mujer que vivía sola y acostumbraba a no asomarse a las ventanas para ver qué la esperaba al otro lado.
2 comentarios:
Qué bonito, Carmen. Sigue escribiendo :)
Gracias, Bego. A ver si publicas alguna reseña nueva ;)
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